domingo, 16 de marzo de 2008

Un jardin en una maceta


Era muy pequeño, debía andar por los cuatro o cinco años, cuando su abuela le puso en la mano una regadera más grande que él.
Al fondo de la casa- cerca de la playa- había un patio abierto al sol y al cielo . Sin lujo ninguno el suelo era de cemento y su uso era como lugar donde poner la ropa a secar o lo mejor, ducharse allí al volver de la playa , con un agua que salía templada pues la casa recibía agua cada dos días y había unos bidones para almacenarla en la azotea. kk

Eran baños comunitarios, entrábamos junto con los niños para quitarles bien la arena y después los íbamos despachando para dentro a que se vistieran.
Pero Hugo se había fijado en la franja de tierra que recorría - del lado opuesto a la ducha- todo el patio. Hablaba del jardín y de las flores ( que en los años que yo lo conocí no existían, ya la abuela no quería complicarse la vida ). Pero su imaginación ( ese gran tesoro del que Hugo siempre dispuso a manos, mejor, a fantasías llenas ) veía un jardín donde sólo había plantas salvajes.
La abuela - que era más juguetona que él, como buena portuguesa - entre risas le llenó la regadera para que cuidara de las plantitas. Desde entonces ya no pasaba por la casa sin comprobar como crecían aquellos hierbajos que se iban haciendo arbustos para gran felicidad de Hugo. No recuerdo si la abuela llegó a comprar alguna semilla o planta algo más decorativa. A mí sólo me hacía gracia que mi hijo no viera lo que veíamos los demás y estuviera tan entusiasmado.



El patio tenía una ventana al dormitorio desastrado donde nadie dormía y allí la abuela tenía dos cosas que recuerdo como muy representativas de su forma de ser : muchos cojines sobre un sillón, bordados por ella misma que eran su propio espejo : no trazaba ningún plan antes de ponerse a bordarlos, su imaginación iba decidiendo a medida que avanzaba, mezclando miles de colores y formas que a mí, tan racional, me desconcertaban. Años después, tras su muerte, los recogimos de la casa y con mucho cuidado los recorté para llevarlos a enmarcar y desde el momento que dejaron de ser cojines nadie queda indiferente a estos cuadros fantasiosos de la abuela portuguesa. Dije que había dos cosas en la habitación que a mí me sorprendían : la otra era unos enormes calendarios que renovaba cada año y donde no apuntaba nada, sólo tachaba con grandes trazos día a día, de manera que si estábamos acabando el mes sólo se veía un manchurrón y algún espacio limpio.
Hoy, en mi casa, lucho por conservar, más o menos claros, los calendarios que tengo en la cocina y en este cuarto: Luis hace lo mismo que su madre cuando ha tachado cada día espera a tener toda la fila para tacharla también. Él siempre gana y yo me acuerdo de abuelita.